En la calle Cripta

Hace frío y la humedad se te cala en los huesos. La llama del candil tintinea protegida por las pequeñas paredes de cristal mientras lo sostienes con una mano temblorosa. Te alegras de haberlo llevado contigo, pues la luz de los faroles apenas puede atravesar la espesura de la niebla.

No sabes bien dónde se encuentra la calle cripta; debe de ser una de esas callejuelas del barrio antiguo. No pilla muy lejos de casa andando, y en diez minutos ya estás buscando algún portal abierto o alguna señal indicadora por la zona.

Pisas un charco sin querer. Maldices en voz baja mientras sigues andando, intentando ignorar el pie mojado y el molesto “chof, chof” que produce al caminar. Te acuerdas de todos los antepasados fallecidos de Míster Misterigmáticus y su sucia tienda.

—¿Y dónde se ha metido la puñetera calle Cripta? –te preguntas en voz alta –Ésta es la calle Funesta… Ésta es la avenida Mortaja… La plaza Lápida… No debe de andar lejos, porque todos esos nombres tienen algo que ver con “calle Cripta”. Todos terminan en A.

Pero, después de un buen rato buscando por todos lados, con los aullidos haciéndose cada vez más frecuentes a lo lejos, sigues sin encontrar la calle. ¿Habrá llegado la hora de darse por vencido?

Jamás. Tienes que echarle la bronca a ese elemento.

Giras una esquina al azar y frenas en seco, sobresaltado. Una figura cubierta con un manto negro está acurrucada en posición fetal junto a una puerta cerrada. Entre las manos, sostiene una curiosa muñequita de trapo. Seguramente se trata de una adorable ancianita descansando de dar un largo paseo de madrugada. ¿Y qué mejor manera de descansar que jugando a las muñecas? Aunque tiene una curiosa forma de jugar con ella; le está clavando alfileres por todas partes, atravesándola desde todos los ángulos. En fin, es su manera de jugar y tú no quieres meterte donde no te llaman.

—Disculpe, noble anciana –dices con educación –. ¿Sabe usted por casualidad por dónde queda la calle Cripta?

La ancianita no responde ni levanta la cabeza, por lo que no puedes verle la cara. Tan sólo tiembla y respira entrecortadamente con gruñidos roncos. Entonces, levanta un brazo muy despacito y, con una mano enguantada, te señala una dirección en la callejuela en la que os encontráis.

—Muchas gracias, señora –respondes, echando a andar –. Y que se mejore de la garganta; esa carraspera no suena nada bien.

Continúas recorriendo la calleja hasta que encuentras un letrero incrustado en una fachada. Con letras irregulares puedes leer “Cripta” a la luz de tu candil. Ya casi has llegado.

Buscas portal por portal el número siete. Por fin, lo localizas justo al final de la calleja, que ha resultado no tener salida. Pero una gran decepción te espera al llegar hasta allí.

— ¡Encima esto! –te quejas.

La puerta está cerrada a cal y canto; ni siquiera hay un escaparate, un cartel o algo que identifique el lugar como una tienda. Golpeas la madera con saña, dispuesto a despertar a quien haga falta, pero no obtienes respuesta ni al cabo de dos minutos.

—“Abierto toda la noche”, decía el mensajero. ¡Ja! ¡Ya lo veo! –mascullas con rabia –. Se acabó, me voy a casa. Ya me acercaré mañana por la mañana y le pondré a Míster Misterigmáticus la maldita calabaza de sombrero. ¡Si hace falta, se la encajo con un martillo!

Te das la vuelta y emprendes en camino a casa. La abuelita sigue acurrucada junto a la pared, manoseando su muñeca de trapo. Decides asegurarte.

–Oiga, noble anciana, ¿sabe usted si en la calle Cripta han abierto una tienda nueva hace poco? –preguntas.

La mujer tiembla encogida sobre si misma. Parece que se ha puesto nerviosa, pues su respiración se ha vuelto más rápida y ronca y se ha puesto a pinchar su muñeca con una fuerza inusitada. Te da miedo de que le dé un soponcio.

—¡Oiga, abuela! ¿Está usted bien? ¡Deje que la ayude!

Te agachas e intentas quitarle la capucha de la cabeza. Entonces, la dulce abuelita se pone en pie de un salto increíblemente enérgico, lanza un rugido ensordecedor en tu dirección –sin descubrir todavía su cara –y sale corriendo como una liebre, alejándose de ti y de la calle Cripta.

—Pobre abuelita. Se habrá acordado de que tiene las lentejas en el fuego –deduces.

Entonces, te percatas de que algo se le ha caído a la encapuchada en su carrera. Te agachas para recogerlo y lo examinas con los ojos como platos…