Un regalo de mal gusto

Y ésta es la situación actual: un bichejo peludo y chillón está agarrado a tus orejas en mitad de tu salón, arañando tu cuero cabelludo con sus pequeñas zarpas afiladas. Y eso no te parece bien.

El sobresalto te hace gritar y forcejeas con el bicho, apartándolo de tu cara de un tirón. Te encuentras con una especie de aborto de murciélago entre las manos, que te enseña con saña una ristra de dientes puntiagudos de tres centímetros. Su cuerpo y sus alas están cubiertos de pelo negro y tiene un par de cuernos rojos en la cabeza, justo al lado de sus orejas felinas. Sus ojos son bastante inquietantes; pues, aunque también son rojos como la sangre, parecen los de un ser humano diminuto.

El bicho chilla. Tú chillas. Os miráis durante unos segundos sin hacer otra cosa que chillar. Luego, empieza a revolverse entre tus manos, intentando alcanzarte los ojos con sus garritas. 

Tú no estás dispuesto a volver a sentir sus caricias, así que lo estampas contra la pared como si fuera una empanada. La criatura se despega rápidamente de la superficie, revolotea para recuperar el equilibrio y utiliza sus pies para darse impulso contra la pared, dirigiéndose como un bólido hacia ti. 
Te agachas para esquivarlo y la inercia lo hace volar unos metros más allá de donde tú estás hasta que consigue frenar y dar la vuelta para volver a lanzarse al ataque. A la desesperada, coges lo primero que pillas a mano; el jarrón lleno de flores que hay encima de la mesita de café. Sin perder un segundo, te giras y le lanzas el cilindro de porcelana al esperpento con alas. Colisión; ruido de cerámica rota, flores volando en todas direcciones y un amasijo de pelo negro cayendo inerte sobre tu preciada y –hasta ahora –completamente impecable alfombra árabe. 

Esto es horrible. Ese jarrón te lo compraste en Portugal. Seis euros a la porra.

Golpeas levemente al bichejo con el pie y compruebas que está muerto. Con resignación, agarras escoba y recogedor y arreglas todo ese desastre. 

—Esto no es normal –murmuras airado.

Tiras lo que queda del aborto de murciélago a la basura y regresas al salón de mal humor. La bromita no te ha hecho ninguna gracia.

—Vaya con el susodicho “Míster Misterigmáticus” y su obsequio de propaganda –farfullas –. Es una completa falta de respeto al consumidor. Alguien debería ir a su tienda ahora mismo y cantarle las cuarenta –de pronto, un impulso de valentía y orgullo te recorre de pies a cabeza–. De hecho, ¡ese alguien voy a ser yo! ¡Ahora mismo me voy al bazar Maravillicomosellame y le digo cuatro palabritas a ese energúmeno desvergonzado! 

Justo en ese momento, como para ahuyentar tu resolución, un aullido de lobo se oye desde la ventana. Recuerdas entonces que llevan varias noches sonando. La verdad es que la ciudad se ha vuelto un poco inquietante estas noches pasadas, y ya no es tan atractiva la idea de tener que salir al exterior tras la puesta de sol.

Pero recuperar tu dignidad es más importante que un par de lobos siniestros.

—Con que calle Cripta número siete, ¿eh? –dices mientras agarras la calabaza de plástico, la prueba del crimen –A ver si es verdad eso de que abren toda la noche…

Sin más dilación agarras las llaves, enciendes un candil para guiarte en la oscuridad, te enfundas en tu gabardina de los domingos y te adentras en la brumosa ciudad nocturna.