¿Qué se dice?

Te resulta indignante la actitud de este señor. ¡Cómo engañaba el envoltorio! Resulta que no tiene clase ninguna. Y sus acompañantes no se quedan atrás. 

—¿A qué vienen esas voces? —protestas—¿Qué es este comportamiento? Te lo diré yo: ¡una falta de respeto! ¡Nunca había conocido a alguien que llevase un sombrero tan elegante de forma tan inmerecida! Y de tus amigos ya no hablemos… ¿Qué son esos gorgoritos? ¿Son aspirantes a barítono? ¿Fueron a un concierto anoche? 

—¡Tío, cállate de una vez! —Félix prácticamente te implora —¡Lo estás empeorando, tenemos que largarnos de aquí ahora mismo! 

Él y su primo parecen algo asustados ante la reacción de los señores transparentes. Tu sermón no los está achicando ni un ápice: al contrario, tienen pinta de haberse enfadado más. ¡Encima! 

—¡A la gente a la que acabas de conocer no-se-les-gri-ta! —remarcas las sílabas dando golpes secos con el dedo índice ante los ojos del hombre del sombrero— ¡Malo! ¡Se lo diré a tu madre! 

—¡Esto ya es el colmo! —gruñe él fuera de sí —¡Ni más ni menos que al Guardián del Cementerio! ¡No saldréis de aquí con vida! ¡Pronto seréis uno más de nosotros! 

Y en un abrir y cerrar de ojos, la tierra junto a las tumbas que os rodean por todas partes comienza a revolverse. Algo parece moverse cerca de la superficie. Antes de poder reaccionar, objetos blanquecinos y alargados empiezan a surgir de entre la tierra removida. Parecen… ¿huesos? 

En efecto; en cosa de segundos os encontráis totalmente rodeados por un numeroso grupo de esqueletos andantes que apuntan hacia vosotros con las cuencas vacías de sus calaveras. Apenas hay sitio entre ellos para poder salir de allí. Extienden los brazos hacia vosotros. No parece que quieran dialogar. 

—¡Morid! —vocifera con rabia el tipo del sombrero. 

No te apetece morir en ese momento, la verdad. 

—¡Hay que huir como sea! ¿Qué hacemos? —a Félix le va a dar un colapso. 

—¡A lamparazo limpio, primo! ¡No nos queda otra! ¡Tenemos que luchar! —declara Jerón aferrando bien su lámpara. 

—¡Pero yo no tengo arma! —te quejas—¡Así no vale! 

—¡Detrás de nosotros! ¡No te separes! 

—¡Suml Ar Nurgon

A grito pelado, los dos jóvenes se lanzan a diestro y siniestro a abrirse camino entre los esqueletos. En cuanto golpean con las lámparas, sus huesos comienzan a desmembrarse y a desparramarse por ahí. A tus pies llega un fémur bastante hermoso. Qué asco. 

—Bueno, no nos queda otra —murmuras mientras lo agarras entre el índice y el pulgar—. Imagina que es un palo, imagina que es un palo, imagina que… 

Cuando un esqueleto se abalanza de pronto sobre ti, dejas la terapia del palo, agarras bien el hueso y le arreas un mamporro que lo desperdiga en pedazos. Ya tienes arma. 

Ya has perdido de vista a los dos primos. Eso estaría bien en otras circunstancias, pero ahora estás solo ante el peligro que se ciernes sobre ti desde todas direcciones. No recuerdas en qué dirección está la salida del cementerio. Solo puedes escoger un camino al azar e intentar salir de allí. 

 Pegas el secundo porrazo con éxito. El tercero no te sale tan bien; se te queda enganchada una calavera en la punta del fémur, colgando de un ojo. Parece que se ha atascado porque no eres capaz de sacarla, y tocarla ya te da demasiado asco. Así que te conformas con seguir dando “huesazos” con la calavera mirándote fijamente con un solo ojo. 

No sabes cómo, pero consigues salir de esa marabunta. Fuera del cementerio no parece haber población de esqueletos; sólo están Jerón y Félix haciéndote aspavientos con ambos brazos para que te des prisa. Encima que te dejan solo, con exigencias. 

—A mí que me incineren —mascullas. Te reúnes con los dos elementos y, sin medias palabra, echáis a correr alejándoos de ese cementerio de locos.