Lo que hay que hacer para que te dejen descansar

—Pues mira, a estas alturas me da bastante igual lo peligroso que sea —afirmas—. Estoy ya tan harto de cosas raras que haré lo que haga falta para acabar con todo este zafarrancho. 

 —Perfecto —sonríe la reina, o al menos lo intenta —. Entonces no hay más que hablar: eres el encargado de la misión. 

—Oye, pero tampoco me tomes por un primo. ¿A qué te referías exactamente cuando decías que era peligroso? ¿Qué tengo que hacer para que los guardianes me dejen entrar? 

—No te preocupes por eso ahora; en su momento sabrás qué hacer. Ahora no hay tiempo para explicártelo todo —la reina acerca su cara a la tuya de pronto. Tú, instintivamente, te apartas hacia atrás. La reacción de la chupasangres no es otra que darte un sonoro capón en la nuca que te hace ver las estrellas—¡No me hagas la cobra, anormal, que no te voy a morder ni nada! Sólo quiero decirte una cosa al oído. 

A tu pesar, dejas que la espeluznante reina se incline sobre tu oído. El aliento le huele a cabra mojada. 

 —La contraseña es “dodecaedro” —susurra—. No lo olvides. “Dodecaedro”. 

Se aparta de ti mientras intentas acordarte de qué significaba esa palabra. Vuelve a hablarte en voz alta, para que todos los demás chupasangres puedan oírla: 

 —Entonces no hay más tiempo que perder. Has de ir al cementerio, en la zona intermedia de la ciudad, donde encontrarás a los guardianes. Entrarás en la guarida y llegarás hasta el final cueste lo que cueste; tenemos que contactar con el Ente sí o sí. Marion, tú irás con él. 

—¿Qué? ¿Yo? —la vampira se había quedado en la inopia mirando al techo con una sonrisa distraída, y ahora volvía a la realidad parpadeando a toda velocidad —. ¿Por qué yo? 

—Por la que has liado. El hombre necesita a alguien de nuestra comunidad como guía, y también como vigilancia para que no se le ocurra hacer ninguna locura —mientras habla con Marion la reina te mira por el rabillo del ojo. Vale, has captado la sutil indirecta. 

—¡Eso no es justo! Soy muy joven; soy yo la que necesita una niñera, no él —protesta Marion. 

 —Pues te aguantas. Soy tu reina y harás lo que te ordene. ¡Andando los dos fuera de aquí antes de que me cabree! ¡Tirando al cementerio, venga! 

Como ni a Marion ni a ti os emociona la idea de aguantar a la reina con un cabreo adicional a su mala leche intrínseca, salís pitando de allí sin ni siquiera despediros. Te apresuras a seguir a Marion a través de la boca de un túnel de la pared de la cueva que no habías visto antes. Todos los vampiros os observan detenidamente mientras os marcháis. Qué sensación tan incómoda. Sientes que te pica la espalda. Cuando al fin desaparecéis de la vista de todos por el estrecho túnel suspiras aliviado. 

—Siempre me la tengo que cargar yo —masculla Marion cinco pasos por delante de ti—. ¿No podías haberle insistido aunque fuera un poquito en que podías ir tú solo? 

—¿Estás loca? Yo a esa parodia de reina no me atrevo ni a darle la hora. Ya me he dado cuenta del genio que tiene. 

Marion te ignora y sigue gruñendo cosas tipo “Siempre me toca a mí hacer el papagayo” o “Podría estar yo cenando topos…”. 

Después de unos minutos andando inclinados, cuando ya estás a punto de pedir un descanso para tus pobres lumbares, llegáis al final del túnel. Una luz tenue entra por el techo a través de unos barrotes; al mirar bien te fijas en que es una tapa de alcantarilla. Marion da un salto impulsándose con las alas y abre la tapa hacia arriba, desapareciendo después por el agujero del techo. Antes de poder reaccionar, la chupasangres vuelve a asomar la mitad superior de su cuerpo por el agujero, te aferra por los brazos y te arrastra hacia arriba con una fuerza inusitada. 

 —Venga, vámonos ya al cementerio que tengo ganas de llegar a casa y echar unas partidas al mus —apremia Marion echando a andar con sus patitas de alambre. 

 —Bueno, bueno, pero sin prisas que con la gabardina se corre fatal —intentas serenarla —. Oye, si no es una pregunta demasiado personal… ¿Alopecia? 

—Qué va. Simplemente he salido a mi padre. Es un tipo más bien pelón. 

—Vaya, vaya. 

 —Oye, no me vayas a estar dando la murga toda la noche con la cuestión del aspecto, ¿eh? Que ya me sé el cuento. Empezáis con la calva, luego os atrevéis con las alas y al final os emocionáis y ya no hay quien os aguante. Que sepáis que los humanos también nos parecéis muy feos a los vampiros, con el pellejo tan lisito y los ojos tan grandes. Y esos dedos que parecen gusanos… 

—A ver, dejémoslo ahí antes de que degenere el asunto. Sabes cómo ir al cementerio desde aquí, ¿verdad? 

—Claro que sé. ¿Qué criatura nocturna no sabe cómo ir al cementerio de la ciudad? Tú no te apartes de mi lado, Gusanitos, que si no te pierdes. 

—Entendido. Seguir siempre a la bombilla. 

—Ja, ja.